viernes, 9 de enero de 2009

Segurismo


Segurismo
Es la doctrina política que postula que el problema central de una sociedad está en su criminalidad. El tema de la inseguridad va a ser uno de los más calientes, porque el público lo pide. Martín Caparrós.

Algún día alguien se subirá a un banquito, recitará a los gritos la etimología de la palabra etimología y, enseguida, lanzará una campaña furibunda para quemar todos los diccionarios. Pero, mientras tanto, pretender que hay que dejar las etimologías porque un grondona las abuse sería como postular que hay que suprimir el fútbol porque otro lo mancille. Y, además, a ver quién es el macho que manda una etimología meda.
Los medos eran unos iraníes de hace treinta siglos que inventaron la palabra paraíso: la armaron con daeza, pared, y pari, alrededor: paridaeza, el paraíso, era, primero, cualquier lugar con una pared alrededor, antes de transformarse en el country donde iban a parar las almas de los ricos. El nombre correspondía a la idea –que duró mucho tiempo– de que sólo los poderosos tenían derecho a una vida después de la muerte. Después vino la democratización de la promesa –como te impiden que tengas una buena vida acá te ofrecen otra más allá si hacés todo lo que te digan–, pero el nombre quedó: paraíso es, en su origen, una tierra entre muros, un privilegio de clase, un barrio realmente cerrado inexpugnable. Paraíso es excluir a los otros, encerrarse sólo con los propios y resistir a los embates: amurarse.
El muro ha conocido avatares a lo largo de la historia. Las comunidades más primitivas, es obvio, no tenían: solían ser cazadores-recolectores nómadas que no sabían cómo construirlo ni tenían qué cuidar. Cuando los hombres empezaron a amarrocar riquezas y aparecieron las primeras ciudades, el muro se les hizo necesario para protegerse de la codicia ajena. Y duró, bajo formas diversas –la ciudad fortificada, el castillo, la muralla china– cuatro o cinco mil años hasta que, hace menos de doscientos, los Estados occidentales se creyeron tan poderosos que supusieron que ya no los necesitaban para controlar sus territorios. Las ciudades derribaron sus murallas, las casas sus cercas: el Gran Hermano miraba suficiente como para que casi nadie se atreviera a violar los límites simbólicos. El muro sólo subsistió en sus formas más viles: Berlín, la frontera EE.UU.-México, la israelí con Palestina –donde, como se puede ver en estos días, fue una gran solución.
Pero en nuestros países pobres, con grandes desigualdades y muy poco Estado, los muros reaparecieron. Me preguntaba aquí hace unos meses “por qué serán tan nabos. Se creyeron que podían convertir a la Argentina en un país realmente tercermundista sólo para lo que les convenía. Se creyeron que podían construir una sociedad con miseria, un tercio de excluidos, escuelas devastadas, hospitales vacíos, millones de jóvenes sin nada que hacer –y tasas de criminalidad escandinavas. Como casi no había oposición política se creyeron que podían organizar un verdadero país latinoamericano donde los pobres fueran muy pobres y unos pocos se quedaran con todo, y que la fiesta iba a ser gratis”. No fue, y aumentaron los delitos: porque hay hambre, porque muchos no encuentran otro proyecto de vida pero, también, porque la televisión y todo el resto definen como hombre al que tiene aquel par de zapatillas, y millones de chicos saben que su única forma de conseguirlas consiste en afanarlas. Zapatillas o drogas o una moto o la plata: la sociedad contemporánea está hecha de crear necesidades que demasiados no pueden satisfacer. Es curioso que no lo hayan pensado. No lo pensaron, no pensaron alternativas, y ahora las buscan en la represión ineficaz y en el encierro; los argentinos nos escondemos detrás de más y más paredes, en barrios cada vez más cerrados: el muro vuelve a ser una condición del paraíso. Pero no funciona: es lo que pasa con los paraísos últimamente. Las personas se desesperan y piden, lógicamente, soluciones.
Ahora que va a haber política van a volver a prometer cosas, seguridad, y no van a hacer nada.
Decía el otro día en la televisión una señora, hablando por la muerte de su hijo asesinado a cuchilladas por un par de asaltantes. Ahora que va a haber política, decía: en este año electoral. Este año el tema de la inseguridad va a ser uno de los más calientes, porque el público lo pide. Y como no hay quien tenga planes serios al respecto va a ser, supongo, el gran festival del segurismo.
(Debo reconocer que la ¿izquierda? no sabe bien qué hacer con el aumento de los delitos. Intenta explicarlos, trata de minimizarlos y critica a quienes proponen mano dura; muestra datos que muestran que la mano dura no suele disminuir la delincuencia –pero en cambio sí disminuye las posibilidades de vivir mejor: la mano dura jode a todos y, sobre todo, a los pobres; mano dura es control social, la policía en cada rincón de nuestras vidas. La ¿izquierda? suele decir que la única solución real para la delincuencia consiste en la inclusión y que cuando no haya chicos fuera de la escuela, chicos con hambre, chicos drogándose en la calle, el delito va a bajar sensiblemente. Yo estoy de acuerdo, pero cuando le dicen que nadie va a esperar 20 años para poder “vivir tranquilo”, la ¿izquierda? en general no sabe qué contestar. Este gobierno de centro tampoco –no porque crean que no hay que poner más policía en la calle o porque estén en contra de las leyes duras. Las leyes ya las sancionaron hace cuatro años y la policía aumenta. Pero la policía sigue siendo un peligro, las cárceles siguen atestadas, y al gobierno no se le ocurre nada. Y entonces se impone el segurismo.)
Hace casi cinco años propuse la palabra segurismo; constato que nadie me dio bola. Como soy testarudo –y la situación general cambia tan poco– insisto: el segurismo es una de las corrientes más difundidas del pensamiento argentino contemporáneo. Y merece, para empezar, un intento de definición:
Segurismo: doctrina política que postula que el problema central de una sociedad está en su criminalidad.
De constante aparición en distintos lugares y momentos, el segurismo se desarrolla con más facilidad en sociedades donde se deterioró la situación de las clases bajas y medias –Londres en los años 40 del siglo XIX, Berlín en los 30 del XX, Nueva York en los 70, Bogotá en los 80, Buenos Aires en los primeros de este siglo. Responde al miedo de sectores muy amplios que se sienten desprotegidos al producirse un aumento de las diferencias económicas que, en ciertos casos, resulta en un aumento de la criminalidad. Es lo que el segurismo llama “inseguridad”, palabra mágica que se constituye en centro de todo enunciado y justificación de cualquier pronunciamiento.
El segurismo, enfermedad infantil del capitalismo de mercado, pretende que las respuestas no deben enfrentar al deterioro social sino a sus consecuencias, por vía de mayor represión. No siempre desemboca en gobiernos más autoritarios, pero puede suceder. Cuando no, produce una intensificación de la represión y el control social dentro de los límites del mismo sistema político.
El segurismo lleva a una demonización de esos sectores empobrecidos relacionados con el alza de la delincuencia. Y tiende a intensificar las divisiones en la sociedad –y a justificar esas divisiones definiendo como delincuentes en acto o en potencia a los integrantes de esos sectores.
El segurismo, que no analiza las razones y causas del problema, tiende a creer, con el mismo mecanismo, en soluciones mágicas, igualmente irrazonadas –irrupción policial, arsenales legales– y en la aparición de líderes salvadores capaces de aplicarlas.
El segurismo y sus eslóganes sustituyen –o intentan sustituir– el resto de los debates políticos y sociales que esa situación parece precisar. Los cultores del segurismo suelen actuar de buena fe, aunque haya propagadores de la doctrina que intenten aprovecharse de ella para mejorar su situación política o económica.
El segurismo recibe un apoyo decisivo de medios de prensa que, por intereses políticos o meramente económicos o –incluso– falta de imaginación, dan a ciertas noticias policiales una relevancia desproporcionada.
El segurismo consigue ciertos milagros culturales, como hacerte creer que la policía te ayuda, que está de tu lado.
El segurismo retoma la vieja idea del paraíso como muro: si nos rodeamos de suficientes armas soldados y murallas, seremos felices y excluiremos a los malos para siempre. La criminalidad necesita soluciones; el segurismo, en general, no las provee. El segurismo va a hacer roncha en los próximos meses. Y, si dios no lo remedia, sus efectos pueden tener ciertos desbordes sorprendentes. Sobre eso, mis queridos, pienso escribir la próxima.


No hay comentarios: